lunes, 17 de octubre de 2011

0.12

El pedazo de vidrio tajo y el cacho de sombrilla sombra


Como una montaña de cocos frescos esperando con ansias en la parte más oscura del depósito de la 
biblioteca nacional.
Serios problemas para dibujar un estertor, debo tomar otra tarjeta.
Como buscar un pedazo de vidrio tajo, como encontrar un cacho de sombrilla sombra.

Estoy muy alto, no le digas a nadie.

Vamos a ver,
las acrobacias de los muñequitos de plastilina, objetos inertes que tomaron vida el año pasado por las radiaciones solares ultramagnícas y la mezcla de sustancias inmorales, son increíbles.
Pero lo son más las telecomunicaciones.
Las batallas entre extraterrestres que vemos en el cielo por las mañanas son fascinantes.
Pero lo son más los Home Teatre.

Estoy aún más alto, no le digas a nadie.

Como el punto de fuga encerrado en una gran lata de sardinas.
Serios problemas para el joven artista, toma un abre latas.
Como dejar de escribir por que ya no quedan suficientes palabras.

Me caí, hace lo que quieras.

domingo, 9 de octubre de 2011

INTHELASTONE

14

Al despertarme me di cuenta que estaba vivo. Luego de una zambullida hacia la profunda oscuridad atemporal abrí los ojos como pude y, en un segundo, caí en la cuenta de que tenía vida, que me tenía que levantar de la cama e ir a almorzar con mi familia. Los siguientes dos segundos fueron los más dolorosos: la instantánea depresión  tras el recuerdo de una desafortunada circunstancia y sumémosle también la resaca, todavía sentía el gusto de la cerveza en mi boca y estaba seguro de que si produjera una chispa todo mi cuerpo se vería envuelto en llamas. Pensé que aquel recuerdo estaría presente durante semanas, meses. No podría soportarlo, me dije. Mientras me ataba los cordones una serie de rápidas reflexiones entraban y salían: “me tengo que olvidar, ella nunca fue tan importante para mí, si hizo eso fue por que esa chica nunca fue para mi… tengo que viajar donde sea, tal vez el otro fin de semana me vaya a la costa, tengo que conocer otra gente…también leer y escribir, lo que me gusta a mí…tendría que escribir sobre lo que pasó anoche pero sin mencionar el episodio específicamente, sino darle una vuelta… no, solo escribir lo que se me pasó por la cabeza cuando me desperté a la mañana siguiente y ese dolor del recuerdo… hablar sobre la melancolía, puedo mencionar que en una entrevista Fabián Casas dice que él se considera un ser melancólico y que a veces utiliza esa melancolía pero también trata de evadirla, por que sino terminaría siendo un masoquista… y, justamente, aclarar que me identifico con Casas… por qué no, también, contar las ganas que tenía de salir de mi casa una vez terminado el almuerzo, la necesidad de despejarme aunque sea viajando en colectivo, yendo al cine…y sí, acotar las reflexiones que tuve cuando me ataba los cordones por que sino el lector pensaría que soy un pelotudo por que tardo demasiado tiempo en tan simple emprendimiento…”.

martes, 20 de septiembre de 2011

Capítulo 42

Último escrito de Corrientes encontrado en los cajones de ese imposible escritorio que da a la ventana:

Andá

Tira todas las piedras antes de comenzar.
Un lugar y ella ahogada en densidades rojizas,
como en cualquier tarde del mundo.
Tarde ahora perceptible por el narrador.

Trata de alejarse de la tierra
Y se eleva, naturalmente.
Alcanza a atravesar una nube y se ríe.
El narrador no comprende la composición de las nubes.

Pretende ir más allá,
las estrellas siempre estuvieron presentes en sus sueños,
“¿Qué es un planeta?”
El sudor se deja ver en la frente del narrador.

Ahora no decide su rumbo, está varada en algún lugar.
El narrador no sabe si volverá,
“su siniestra coraza divagadora no le permite darse vuelta para mirarme,
su intrépido andar también le impide continuar”.

Él no deja de preguntarse.
Ella no deja de parpadear ante tanto esplendor.
Él no quiere desvanecerse.
Ella no deja de parpadear ante tanto esplendor.

Las piedras se hunden y habrá que buscarlas,
la tarde sigue siendo tarde
y acá nada es tan importante, narrador. Andá.

domingo, 18 de septiembre de 2011

Capítulo 30



El relato mas genial de todos



Y si no tenía nada que decir era por que esa música me impidió apenas pensar en el núcleo fundamental de mi discurso. La estructura, que un lunes al mediodía durante una caminata por Almagro supe construir a pesar de mis constantes distracciones[1], se había desmoronado. Una demolición a cargo de los tres cirujanos del silencio, así los llamé irónicamente. Tres maestro que hacían del silencio una lata oxidada repleta de clavos[2]. Era una caverna a cargos de esos muchachos que no paraban de ejecutar sus instrumentos con gran furor, el éxtasis de los tres se mezclaba con el escaso y enloquecido público debajo del improvisado escenario. “Esto es música”, escuché que comentaba una parejita de jóvenes anarquistas que tenía detrás, posiblemente futuros gerentes de banco. Yo opinaba todo lo contrario[3]. No sé qué es música y qué no, ¿está bien? Pero de seguro eso era otra cosa. Eh…[4]. Claro, era una fiesta con una bandita que tocaba para sus amigos. Me encontraba en esa situación por culpa de un amigo quien no quiero mencionar pero que sin duda merece todo mi repudio. Al parecer a éste amigo mío lo habían contratado para hacerle sonido a la banda. Ni bien ingresé fui directo a la consola, me llevé la sorpresa de que quién manejaba los controles era una ancianita de unos ochenta años, seguramente abuela de alguno de estos chicos. Me dijo que el sonidista había llamado hace un rato para decirle a la organizadora que no podía ir, que cancelaba por razones de fuerza mayor. Aquella última frase no la entendí, lo que sí tenía en claro es que había pagado diez pesos en la puerta para poder ingresar y que no quería desperdiciarlos, con lo cual me quede a tomar algo y escuchar al grupo[5].
Como bien decía, el sonido, a cargo de la pobre viejita, y la música, que los cirujanos hacían, eran un espanto…[6]. Aquello, entonces, me provocó una perdida de la memoria, una imposibilidad de conectar mis pensamientos. Estuve no más de cuarenta minutos, pero ese tiempo bastó para descerebrarme. Al llegar a mi casa no tuve mas remedio que tirarme en la cama y tratar de pensar algo para decir al otro día. Nada. Me había olvidado lo fundamental[7]. A la tarde asistí a la conferencia finalmente, no supe qué decir y ante una multitud, como no tenía palabras, me puse a bailar sin música. Simplemente me plante ante ellos y moví mi cuerpo al ritmo de mi imaginación. Mientras hacía eso pensé que al terminar todo el público se levantaría de sus butacas y empezaría a aplaudir moviendo con aprobación sus cabezas, algunos hasta llorando por mi conmovedora performance. Nada más lejos de la realidad. El primer disparo vino del fondo, la bala de una magnun rozó mis cabellos y qué sordo por unos minutos. Inmediatamente logré esquivar una gran cantidad de disparos que venía de distintos lugares, sin embargo, al bajar las escaleras del edificio una bala ingresó en mi cráneo y se quedó allí por unos meses. No sé…[8]


[1] Todo me distraía, en realidad los momentos de lucidez para componer aquel esqueleto argumental fueron pocos pero de gran importancia si tenemos en cuenta la temperatura del ambiente.
[2] “No, el silencio no existe”, dice levantando el profesor Eremito Jodarzo con el dedito índice levantado. “Ud. no se meta”, le respondo, “éste es mi relato”.
[3] “Pero, ¿qué es el sonido que para Ud. representa la música entonces?”, me pregunta el mismo, invadiendo la escena una vez  más. “Déjeme terminar, se lo ruego, en la salida lo conversamos”, le digo en plan de acabar con sus intervenciones.
[4] “Estaba en la fiesta o recital escuchando a la banda”, dice una chica, ubicada cerca de la puerta de salida, que no logro distinguir muy bien.
[5] Mi agudísimo oído me dice que más de tres personas bostezaron al mismo tiempo, el relato parece aburrirlos. Pero percibo algo más, mucho mas llamativo: al girar la cabeza veo que a mi lado se encuentra un hombre muy parecido a Jesucristo, más allá de que en éste momento está cargando una cruz enorme en sus hombros, sus rasgos son sorprendentemente similares al Mesías que se ve ilustrado en pinturas, en los libros, estampitas, películas, muñequitos, etc. Tomo un poco de agua y prosigo.
[6] “¿Qué es esto?” me digo, no puedo creerlo, trato de concentrarme una vez más pero parece imposible de sobrellevar esto: no solo está Cristo a mi lado, o alguien muy parecido a él, sino que ahora veo que alguien disfrazado de Spiderman se va acercando a mi izquierda. Tomo mas agua tratando de que con el líquido haga desaparecer a esos personajes de mi vista. Me pregunto si el resto de las personas pueden verlos.
[7] “Me parece que el hombre araña ese te quiere decir algo”, dice un chico ubicado cerca del profesor Jodarzo tras levantar la mano. Sí, pueden verlos, no hay dudas. Me volteo para ver qué quería decirme y éste me dice al oído: “Hola, no se que estoy haciendo acá, realmente. Lo único que te voy a decir es que soy Peter Parker. Pero ojo, no le digas a nadie. Además, yo tampoco le diré a nadie sobre tu identidad secreta, Bruno”. “Pero yo no soy…”, no alcanzo a decirle que no soy Batman cuando éste me da una palmada en la espalda y se aleja. Luego saluda con un apretón de manos a Jesús que ya que no da más del cansancio y se retira por la derecha del escenario. “Bueno… ya termino eh”, digo moviendo algunos papeles con la mano.
[8] “Perdón, pero no encuentro creíble ni importante su relato, es mas, creo a ver perdido tiempo valioso escuchando tanta estupidez” dice el profesor Jodarzo levantándose de su asiento y mirándome con los brazos cruzados y su cabeza inclinada como esperando algo de mí. “Puede que tenga razón, profesor, pero no me importa” le digo de manera desafiante. En ese momento,  éste hombre que cargaba la enorme cruz, deja caer ésta en el suelo provocando un ruido monumental y se dirige al público que en su mayoría permanece sentado y expectantes. Y dice Jesús: “No estoy de acuerdo, señor Jodarzo. Creo que es un magnifico relato y que Ud. le quita relevancia y desacredita solo por envidia a tan genial historia que, aunque inconclusa por su interrupción, no dejaré de aplaudir jamás”.

martes, 23 de agosto de 2011

ÓH



Escena 45                   
Exterior parrilla. Día.

Vemos el exterior de la parrilla. Escuchamos la voz de Silvia.

      Voz off de Silvia.  Nos despertamos cerca del mediodía y enseguida le dije a Gabriel que fuéramos a desayunar a la parrilla de la esquina. Quería sacarlo de mi casa a toda costa para evitar la intimidad de la mañana. Yo había tenido una mala noche, me despertaba a cada rato, y durante el poco tiempo que dormí tuve muchas pesadillas. Mientras desayunabamos le conté a Gabriel las que me acordaba. 


Escena 46
Interior parrilla. Día.

Silvia y Gabriel desayunan en el mostrador de una parrilla. Gabriel toma una taza de café con leche y dos medialunas de grasa. Silvia come una porción de tira de asado.

        Gabriel  Yo anoche también tuve una pesadilla. Soñé que me había puesto tus uñas postizas y cuando me despertaba se las estaba clavando a alguien en la yugular.
        Silvia  ¿A quién?
        Gabriel  No estaba claro, no vi bien.
        Silvia ¿Adónde queda la yugular?
        Gabriel No sé.
        Silvia  ¿Cómo no sabés? ¿No decís que lo soñaste?
        Gabriel  Debo haber soñado la palabra, no la imagen. Soy escritor.
        Silvia  Sí, sabía.
        Gabriel  Poemas.
        Silvia  Brite me había adelantado.
        Gabriel  Tengo un libro publicado.
        Silvia  ¿En una editorial importante?
        Gabriel  Poesía. Se debe conseguir todavía en alguna librería de usados.
        Silvia  Ahá.

Siguen comiendo.

(Fragmento del guión de Silvia Prieto, escrito por Martín Rejtman)

jueves, 11 de agosto de 2011

Cuentos sin corregir

2

Domingo Marítimo


El quinto mate que le cebé me lo devolvió con cara de asco, eso me dio a entender que los anteriores los había aceptado solo para demostrarme respeto. Seguí tomando solo, en silencio, haciendo alguna pausa, mientras el extraterrestre, sentado junto a mí en el cordón de la vereda, se rascaba una rodilla y miraba el cielo nublado tarareando vaya a saber qué cosa. La brisa otoñal de un domingo sin expectativas nos arrimaba hojas a los pies, algunas se acumulaban allí, otras seguían su rumbo para perderse más allá de la esquina. El poco transito hacía que en la cuadra se creara una sensación parecida a la intimidad que se puede encontrar de las puertas para adentro, solo que con mas lugar para lo imprevisto, para la aparición de algún reconocido personaje del barrio que al venir caminando te cruce, te salude, pregunte por tus cosas y luego te pida una moneda.  
El agua se enfrió, el extraterrestre seguía con los ojos puestos en las nubes, dejé el mate en el piso y tirando una magnifica indirecta le pregunté:

-          ¿Por qué no vas y te compras unas facturas?
-          No, no tengo plata.
-          Ah.
-          ¿Por qué no vas vos?
-          No tengo plata.
-          Ah.

Una cumbia reggaetonera se escuchaba a lo lejos. Cada vez más fuerte, la música se aproximaba a nosotros en auto. No podía tratarse de otra cosa, el auto musical pasará por ésta cuadra. Un vehículo al servicio del pueblo que circulaba por todo Barrio Marítimo emanando desde su interior innumerables canciones a un volumen ameno al oído de cualquier vecino. Nadie lo conducía, se movía por un sistema electrónico creado por uno de los grandes ingenieros de por acá. El mapa de la ruta que debía recorrer estaba configurado dentro de su memoria, así también su velocidad, predeterminada desde el comienzo en su primera salida a las calles marítimas. Por lo general transitaba durante los fines de semana y feriados puntuales, entre las cuatro de la tarde y las diez de la noche. Para los 9 de julio las canciones de Almafuerte se convirtieron en un clásico, aquellas melodía tomaron mas importancia, por lo menos para nosotros, los mas jóvenes, que la celebración independencia. Era el único día en el año donde se escuchaba, en todo el barrio, a la banda de metal; el resto de los días podían variar, desde tanto y merengue hasta música atonal.
El auto musical pasó por delante de nuestras caras lentamente. El extraterrestre, en un arranque de barderismo sideral, escupió al vehículo apuntando a una de las ventanillas traseras. Su disparo salival dio a una rueda. No tenía mucha apuntaría, de eso me dí cuenta enseguida. De tantos lugares en el mundo, el tipo tenía que caer en un centro de manzana donde casi es devorado por los salvajes perros marítimos, una raza de canes aun más temibles que cual hiena o lobo hambrientos. Si no fuera por que los ahuyenté con un sifón, aquella tarde esos animalitos habrían llenado sus estómagos con un banquete intergaláctico y, tal vez, habrían tomado como guarida los restos de la nave espacial. Ahora estaba acá, haciéndole compañía a su salvador. Luego de escupir se dirigió a mí con una suerte de sonrisa pícara, como sabiendo que había cometido un acto fuera de las reglas de una civilización humana, occidental, rigurosa y absurda, que ni él ni yo comprendíamos del todo. Y el auto se perdió cuando dobló al final de la calle llevándose consigo la excéntrica cumbia. Algunas hojas suicidas lo siguieron, queriendo ser pisadas y así lograr una muerte instantánea al ser aplastadas, pegadas con la ayuda de la humedad en el pavimento para no levantarse jamás, evitando así las laboriosas insistencias hechas por un súbdito viento que solo acata las rigurosas ordenes de la estación.
El tiempo pasaba, la tarde no alteraba su densidad. Un cuelgue había congelado mis pensamientos haciendo que mi mente se adormeciera y mi mirada se dirigiera a un poste de luz clavado en la cuadra de enfrente, el ensueño se interrumpió cuando oí un ruido rasposo en la vereda. Era el extraterrestre que estaba intentado dibujar con una piedra sobre las baldosas amarillas, el trazo intenso del inexperto artista iban de acá para allá, de a poco se iba formando la silueta de una mujer. Con minuciosidad completó los detalles de su rostro, nariz respingada, labios carnosos y ojos saltones; el cabello liso hechos con líneas suaves y rápidas dieron por finalizada la obra. El extraterrestre me la señaló y me dijo:

-          Así, ves. Bastante parecida me salió. La vine a buscar, no sé su nombre y menos su dirección. Capaz vos tengas alguna idea…
-          Qué sé yo, puede ser cualquier mina. Tenés que ser más específico. Además, ¿de donde la conoces?
-          El año pasado vine al planeta, para conocer. Estuve en varios lugares y terminé en Argentina. Era en Buenos Aires, justo en mi último día de viaje, donde me la crucé, no se bien dónde, ese es otro problema. Chocamos en la calle, a ella se le cayeron la carpeta con los papeles y yo se los levanté telequineticamente. Ella sonrió, me agradeció, “muchas gracias”, me dijo. “Todo bien, disculpáme igual, no te vi”, le dije medio tartamudeando. “No, es que vengo a mil, necesito parar de laburar un poco…”. Entonces le digo de tomar algo para que se relaje un poco, ella aceptó mi invitación y nos fuimos al bar mas cercano. Charlamos un buen rato y allí perdí noción del tiempo, en un momento alce la vista sobre su cabeza y vi que el reloj de pared del lugar indicaba las ocho de la noche, la última nave que se dirigía a mi planeta salía en veinte minutos. Así que la saludé rápido y me fui corriendo. Sí, no sé por qué no le pregunte su nombre, ni su mail o su teléfono, nada. Ahora vine a buscarla, le afané la nave a mi viejo y me mandé, se ve que todavía no controlo bien los comandos, tuve un desastroso aterrizaje como habrás visto… soy un boludo.  
-          No pasa nada, ya la vas a encontrar, no te preocupes.

Si había algo que no podía hacer por él era contenerlo o darle algún consejo, pensé. Pero al parecer aquellas palabras fueron de gran ayuda para este visitante enamorado. Tampoco pensé que un extraterrestre se podía enamorar de una terrícola. No estaba en mis planes ayudarlo cuando terminé de tranquilizarlo pero de a poco me invadieron las ganas, tal vez me enterneció su historia contada con ese tono melancólico.

-          Si querés quedáte a dormir en casa, no hay drama. Mañana vamos a capital y la buscamos, ¿dale?
-          Uh, seria genial. Gracias.

Se acercó el 603 dejando en la esquina a una señora mayor, el colectivo siguió su marcha después de un costoso arrancar oxidado. Dos chicas pasaron detrás de nosotros a pasos acelerados de impaciente adolescencia, riéndose de algo que no sabíamos. Un perro marítimo caminando por la vereda de enfrente, nos miró y se acostó al lado de un cesto de basura. Contemplé el cielo. Allí pude ver cómo una manada de aves se dirigían hacia el norte creando formas en pleno vuelo: primero una flecha, luego se dispersaron y en un segundo formaron un sartén para luego ilustrar la figura de un enorme libro en movimiento. Al parecer, la lluvia literaria estaba por comenzar, las nubes se juntaron dejándonos sin claridad posible. Aún permanecíamos en el cordón, observando las acciones que se producían en tierra y en aire, poco había que decir, salvo una cosa.

-          Che, entremos que está por llover. – le dije sacudiéndome el pantalón después de haberme levantado.

Lo ayudé con la mano, el extraterrestre se puso de pie y un libro le cayó en la cabeza. Lo levanté, era “Catedral” de Carver. Lo dejé en la calle, no había tiempo de agarrar el mate ni el termo, debíamos correr al techito de casa para poder zafar del diluvio que se venía. Tras tantear mis bolsillos me di cuenta que había dejado las llaves al lado del mate. Cuando quise largarme en busca de ella empezaron a caer mas libros, no quise correr el riesgo, me quede con la espalda pegada a la pared mirando el inicio de la lluvia literaria. El extraterrestre, en la misma posición que yo, intentaba mover la llave con su mente.

-          Está muy lejos, no puedo moverla.
-          ¿No podes? Está acá nomás, qué son, cuatro metros…
-          Mi poder no me permite moverla a tanta distancia, perdón.
-          Esta bien, dejá.

Esquilo, Bolaño, Dahl, Hesse, Borges, Casas, Kafka, Laiseca, Marechal, Voltaire, Dos Passos, Tolstoi, todos caían del cielo. El conurbano bonaerense, y más que nada la zona sureña del mismo, se caracterizaba por la gran cantidad de autores argentinos que llovían, esto no pasaba en la capital o en provincias como Chubut y La Pampa donde buena parte del diluvio lo integraba alemanes y japoneses. El retumbar de cada libro en el piso se hacía sentir, sobre todo cuando cayeron Los Sorias. Éste cayó muy cerca de nosotros, lo fui a buscar. El extraterrestre quiso frenarme pero no lo logró, estiré el brazo y, con cierta dificultad, logré tomarlo. Una vez con el libro sosteniéndolo con las dos manos lo tiré contra la ventana de mi casa. El plan no resultó, a pesar de la pesadez de la novela no pude ni si quiera quebrantar el vidrio. Nos quedamos viendo cómo los libros caían, algunos abierto justo en la mitad, otros completamente cerrado y dando con el dorso sobre algún otro, como queriendo golpear a una obra que la critica acusó de tener “poco valor literario”. Lo cierto es que en ese momento no importaba ninguna categoría que les otorgase relevancia artística por que cada uno de ellos eran lo mismo: una molestia. Irremediable para nosotros; sólo la naturaleza, en su momento, la haría sucumbir. Pero hubo tiempo para más, el diluvio duró más de cuarenta minutos, la calle quedó repleta de literatura. La municipalidad se encargaría de limpiar éste desastre mañana a primera hora, pensé mientras veía caer hojas sueltas que anunciaban una posible templanza. El extraterrestre tomó una al azar en el aire y se puso a leer en voz alta, levantando la vista cuando llegaba a los puntos seguidos para mirarme y asegurarse de que le estaba prestando atención:

-          “Así, a toda carrera, salimos de aquel sector. Y corriendo siempre atravesamos el de los silenciosos homofolias, que durante algunos minutos llovieron sobre nosotros como las hojas muertas de un árbol sacudido por otoñales vientos. El ansia de llegar a un espacio libre…”.

   Anocheció, pero todavía quedaba domingo por padecer. Las llaves de casa estaban inaccesibles, habría que zambullirse entre las pilas de libros para rescatarla; eso me deprimió, así que permanecí sentado con las piernas cruzadas junto al extraterrestre, que imitaba mi posición en el piso, esperando el lunes. Los árboles, ahora adornados sobre sus ramas por hojas que no les pertenecían, se balanceaban armoniosamente por un paciente viento que otorgaba un respirar cargado de aprensión. 

martes, 2 de agosto de 2011

Capítulo 15

Papa frita


El olor a aceite quemado espesaba el monoambiente en el que vivía el monstruo, la pequeña ventanilla del lugar no ayudaba a que el aroma tomara otro rumbo y se mezcle con el aire urbano. La milanesa estaba enfriándose en un colchón de papel higiénico que había diseñado cuidadosamente con la intención de que éste absorba el aceite. Las papas fritas ya estaban listas. El monstruo extendió el mantel en la mesa, colocó un sifón, un vaso, el cuchillo, dos panes y mayonesa; el plato y el tenedor esperaban en la mesada junto a la comida.
Armó el plato: la milanesa, las pocas e irregulares papas fritas y un pequeño espacio destinado para que en breve se haga presente una suerte de montañita en espiral de mayonesa fresca. Ya sentado frente a lo que será su almuerzo de sábado, el monstruo se acuerda del limón, ya era tarde, el hambre neutralizó cualquier ansias por darla un poco de acides a la milanesa. Mientras seleccionaba con el tenedor las papas que comía lo invadió una necesidad de compañía, la solución mas rápida la tenía a unos pocos centímetros de distancia sobre la mesa, tomó el control remoto que se encontraba a su derecha y encendió el televisión; dejó una película que daban en un canal de aire, una comedia de los ochentas.  Sin mirar si quiera de qué se trataba, con la cabeza gacha, siguió comiendo, milanesa, mayonesa, papas, mayonesa, papas, mayonesa, milanesa, mayonesa, pan, soda.
El calor de un sábado impredecible, el estomago satisfecho, el gas de la soda, la película, el poco aire y el olor del aceite hicieron que el monstruo se recostara en el sillón dolorido por la rapidez con que había acabado con su almuerzo. Los recuerdos de Verónica y su peluca rosa en una fiesta volvieron y provocaron que entrase a la inevitable siesta post almuerzo de sábado.
Mientras el monstruo soñaba, otra historia se estaba desarrollando, muy cerca de él: la solitaria papita quemada, inerte, sin vida para la razón humana, entre la sal, los pedacitos de pan rayado dorados y la poca mayonesa desparramada al costado haciendo del plato la paleta triste de algún artista empobrecido, reflexionaba sobre lo incierto de su futuro siendo la única sobreviviente de la catástrofe que su raza toda acababa de sufrir. 

martes, 26 de julio de 2011

Cuentos sin corregir



1


 Escribir


El ruido constante que la computadora encendida hace cuando descansa de la manipulación humana y el de los lejanos bocinazos externos daban la sonoridad perfecta para un escritor en las puertas de la tan mencionada inspiración, la tenue luz del velador en la esquina de la habitación otorga una cuota de posible nostalgia artificial, motor fundamental de la maquina creadora para una madrugada de manos inquietas. Córdoba, mientras intenta un deambular acortado por la pequeñez del lugar que lo contiene hace varios días, piensa que tal vez no tenga nada que decir, que seguramente otros sabrán qué escribir y lo harán mejor que él. Son reflexiones instantáneas que lo angustian y lo hacen bajar trecientos mil millones de metros por debajo del mar para reventarse la cabeza con un enorme caracol, y así también habría lugar para las preguntas sin respuestas acerca de su existencia que lo harían descender aún más. En cuestión de segundos emergería a las superficies, llegaría a la orilla y vomitaría gran cantidad de agua. Esta listo para tomar otro café, combustible para ese motor ahora oxidado.
Frente a la pantalla, Córdoba escribe la siguiente frase: “No siempre tenés que jadear así cada vez que te beso el cuello, la verdad que no te creo nada, ¿creés que no me doy cuenta?”. La repite en voz alta poniéndose en la piel del personaje. En cada repetición va modulando el tono y sus formas, adquiriendo una postural actoral nunca antes explorada. Abandona la actuación para atender el portero que están haciendo sonar con insistencia. “Abrime, dale, soy yo”. Es Anabel, una especie de ex novia devenida en compañera, amiga, medico de cabecera y consejera espiritual. Hace más de un año que decidieron dejar de verse tras cuatro de noviazgo por decisión mutua y ahora, ella, no deja de visitarlo, siempre en horarios incómodos y en momentos increíblemente inoportunos. Pero Córdoba nunca deja de abrirle la puerta, tal vez un vestigio de amor aún queda en él o simplemente es una cuestión de cordialidad por la mujer que una noche, un fin de año en casa de amigos más precisamente, tomó de los brazos y besó sin previo aviso apoyándola en la mesada de la cocina mientras todos borrachos danzaban y gritaban en el patio entre estribillos de cumbias noventosas y el humo espeso de la marihuana siempre actual.

Anabel entra en la habitación, es decir, en el monoambiente semioscuro del frustrado escritor, y deja sobre la mesa una botella de vino tinto, dos atados de cigarrillos y, buscando en los bolsillos de su saco, saca unos caramelos de menta obtenidos a modo de vuelto por la compra realizada, deja dos y desenvuelve uno llevándoselo a la boca. Córdoba se adelanta y abre uno de los atados.

-               ¿De donde venis? – le pregunta Córdoba con un cigarrillo entre los dedos al mismo tiempo que larga su primer bocanada.
-               De lo de Agustina, hay una mala onda en esa casa. Esta vez te llamé al celular pero lo tenías apagado, quería avisarte que venía para acá, viste. Compre puchos por las dudas, me imaginé que no tenías y que estabas despierto. – dice Anabel. Gira su cabeza como si algo se lo hubiera ordenado y ve la pantalla. – A ver…
-               Es algo que estaba escribiendo… - dice Córdoba acercándose apresuradamente hacia la computadora.
-               Ah… ¿es sobre mí esto?
-               No, ¿Por qué decís eso?
-               Dale, Córdoba, decime la verdad, es obvio: “Ella le dice que las películas de Godard le gustan pero que prefiere ver una de terror en el cine, él, queriéndola complacer le dice sí. Los saltos en las butacas productos de repetidos sustos inquietan a Claudio y termina yéndose de la sala, dejándola sola con la multitud de desconocidos que gritan de espanto”. – lee mecánicamente Anabel, como descubriendo una pista que la ayudaran a descifrar el enigma de un escritor enamorado.
-               Bueno, es esa parte, me acordé y lo puse, muchos escritores utilizan ese recurso. Toman escenas de su pasado y la adaptan a una historia, obviamente cambiando partes y demás…
-               Si, pero esto es tal cual.
-               No, nada que ver. Te había dicho de ver una película de otro director, creo que era una Argentina, y vos dijiste que querías ver una comedia hollywoodense, y no fueron los gritos sino las risas de los boludos que tenia alrededor lo que me irritaron y me hicieron retirar del lugar. – corrige Córdoba.
-               Bueno, en todo caso pensaste en mi, ¿no? – dice Anabel, ahora mirando la cocina sin prestar atención a la futura respuesta de Córdoba, dejando su plan detectivesco y todo amor. - ¿tenés sacacorchos? 
-               Sí, en el segundo cajón.

Anabel descorcha el vino y Córdoba se sienta en su antiguo y pequeño sillón heredado por su abuela. Mientras ella sirve en una copa, él apaga el cigarrillo. Mientras él toma el primer sorbo de su copa, ella prende un cigarrillo. Los ojos colorados de Anabel le dan la sensación de que estuvo llorando toda la noche, sin embargo se veía alegre y animada, no para de moverse y de contarle sobre Agustina y su relación con el marido. Ve que de su boca sale información que ni a él ni a nadie le podrían interesar, salvo a ella y a alguna amiga cercana. Cada tanto asienta con la cabeza y larga una frase afirmativa o de asombro o de malestar según el tono con que lo cuenta. La voz de Anabel pasa por su cabeza sin dejar nada, solo se daba cuenta de la importancia que ella le daba a lo que contaba a través de su cara y de la sonoridad que les daba a las palabras. Ahora piensa en la posibilidad de escribir una novela de ciencia ficción, podría tratar sobre un alienígena que se casa con una terrícola porteña, tras años de relación ella no logra quedar embarazada, el matrimonio se convierte en el peor de los infiernos y se terminan divorciando. El bicho tiene dos años para arreglar su nave y volver a su planeta natal, durante las horas que pasa en el taller componiendo la maquina su ex mujer lo viene a visitar, él acepta su compañía mientras ella le ceba mates y le cuenta cosas que a él no le interesan en absoluto.

Qué poca imaginación que esta teniendo, y él se da cuenta de eso. Anabel se levanta y se sirve otra copa de vino. El póster de una mujer semidesnuda parece que la observa mientras se pasea por la habitación en busca de un nuevo tema de conversación. Él se prende otro cigarrillo y se asoma por la ventana.

-               ¿Ponemos algo de música? – le pregunta Anabel yendo hacia la computadora.
-               Dale, fijate, en la carpeta que dice Música, ahí están los discos.
-               Sí. Mnn…éste. – selecciona con un doble clic y se aleja.
-               Me parece que va a llover, eh.

“Explosión en mi barrio, es la puerta y no me calmo, un espasmo, un zumbido…”.
Ahora esa atmosfera nostálgica creada por la soledad del escritor es convertida en una furiosa fiesta sónica producida por la visitante inoportuna. Alcohol, cigarrillos y música aparecen repentinamente en escena, elementos que son disfrutados con algunas alternancias pero que casi siempre son degustados en simultáneo. Eso es la fiesta: tomar, fumar y escuchar música. Por momentos ella se para y da una vueltas, cambia de tema, pero no de disco, se vuelve a sentar, menea la cabeza y canta: “ascendiendo… a los cielos…”.

-               Che, ¿y de qué va tu historia? – pregunta Anabel jugueteando con su copa vacía entre los dedos.
-               No….Es simple. Una expareja de tenis que después de años de desencuentros se cruzan en una confitería y se ponen al día. El tiene un comercio en Almagro y ella se fue a vivir a Córdoba, estaba en Buenos Aires de visitas.
-               ¿Sí?, me gustaban más las historias esas locas que escribías antes. ¿Tenés todavía el del conejo que se convertía en ministro de cultura? ese era genial me acuerdo…
-               Lo debo tener en la maquina, sí. ¿Te acordás qué había que hacerle para que se convierta? – pregunta Córdoba levantando la ceja izquierda y formando de a poco una sonrisa entre siniestra e infantil.
-               Jajaja – se ríe atragantándose con el aire. Tras una pausa para respirar y seguir dice- sí, le tenían que hacer un pete. Muy bueno. Pero esto que haces ahora me parece bastante aburrido.
-               Puede ser. Es que estoy grande ya. No me da para escribir más esas cosas.
-               Tenías talento…
-               ¿”Tenía”? Tengo. – dice irritado.
-               No sé…- dice Anabel, como pidiendo perdón por lo que había dicho.
-               ¿Qué querés decir? ¿qué sabés vos? – dice Córdoba enojado.
-               Digo, hace mucho no te publican, como dos años. – contesta Anabel comprensiva.
-               Sí, por que estoy dando clases, no estoy escribiendo últimamente. Ahora estoy con ese cuento pero… – dice Córdoba retomando la calma.
-               ¿Te falta mucho para terminarlo?
-               Nunca sé cuando terminar los cuentos, igual recién empiezo así que…

Otros cigarrillos, mas vino. Este sábado será enterrado entre los elementos que integran el tacho de basura. Los planes previos a la tristeza en la que se había hundido Córdoba fueron cancelados por un mensaje que oyó en el buzón de voz del celular: “Hola, Córdoba, qué tal. Escucha, no voy a poder a poder salir hoy, me quedo con los chicos por que Mariana sale con las amigas, le avisé a Corrientes que no salía y él también se bajó, arreglamos para el otro finde, abrazo”. De bronca apagó el celular y se puso a mirar una película en la computadora, luego vendrían las escasas ideas, la hoja de Word sin rellenar, la frustración, la visita…
Aquellos planes consistían en tomar algo en un bar, después arrancar para algún boliche: baile, mujeres y más tragos. Con suerte se llevaría una de esas hermosas mujeres a su departamento y haría el amor hasta el amanecer. Al despertar, a eso de las cuatro de la tarde, ella le llevaría a la cama un desayuno extraordinario, con medialunas, jugo de naranja y café, hablarían de teatro y literatura (por que se podría haber levantado tranquilamente una licenciada en Letras) y luego la despediría con un “te llamó” para que dos días después se encontraran en el centro para ir a ver el estreno de una obra teatral. En cambio ahora, la realidad, siempre nefasta, se burla de su presente: está sentado en su viejo sillón fumando y viendo como su ex novia está tratando de sacar con los dedos una basurita que se le metió en la copa. Inclina su copa hacia delante para no tocar el vino pero no logra evitar mojarse. Larga una carcajada agudísima mirando el techo y se chupa los dedos. Nunca sintió odio hacia ella pero ahora está sintiendo ganas de decirle que se vaya buscando una excusa, pero ninguna se le vino a la cabeza.
Un estruendo hace saltar de la silla a Anabel que estaba prendiendo un cigarrillo, Córdoba la mira y le pronostica, esta vez con mas énfasis que la anterior, que se viene un diluvio histórico.

-               No trajiste paraguas. – le advierte Córdoba.
-               No, ni me imaginé que se iba a llover, ¿vos tenés? – pregunta Anabel.
-               Sí, creo que sí.
-               Así vamos a comprar otro vino, no queda más.
-               ¿Habrá algo abierto?
-               No sé, vos vivís acá. Seguro el kiosco que esta sobre Av. Borda vende, vamos con una mochila así lo guardamos ahí, viste que ahora hay cámaras en todas las calles de Arias.
-               Sí, bueno, ponete la campera, vamos ahora. – dice apurándola.
-               Podemos comprar algo dulce, ¿no? ¿tenés guita vos?
-               Si, tengo veinte pesos, dale. – dice con un extraño entusiasmo por tomar aire.
-               Pará que termino de fumarme el pucho.

Anabel aplasta el cigarrillo en el cenicero, se abriga y sale del departamento junto a Córdoba que camina como si no la conociera. Ella le habla sobre los vinos que había probado últimamente, que éste es bueno, pero éste otro no, etc. Él la ignoraban con tan poca elegancia que la interrumpía con un “andá mas para allá que me estoy mojando” o “traé el paraguas mas para mi lado, che”. El viaje al kiosco resultó más que aburrido para Córdoba, un tanto entretenido para Anabel, que volvió muy callada y con una felicidad indescriptible comiendo su alfajor triple.
Al irse, dejaron correr el disco. Éste, con un volumen elevado, repite la tercer canción que, en realidad, no la habían escuchado por que Anabel había cambiado el segundo tema por el quinto en su momento, ahora son recibidos por una habitación, siempre en penumbras, que les canta: “Mi deseo es envolverme en agua salada, deslizarme con mi tabla por montañas de agua…” . Lo primero que hace él al llegar al departamento es poner a secar el paraguas en el bidet y deja su campera y la de ella colgadas cerca de la estufa.
Anabel anuncia su ansiedad nocturna y le pregunta si puede hacerse algo de comer. Córdoba le dice que no hay mucho, que si quiere se puede hacer unos fideos con huevo frito. Ella, revisando su alacena, sacando productos y dejándolos en fila sobre la mesada, descubre tres latitas de paté. La fecha de vencimiento de las mismas esta medio borroneada, con lo cual hace difícil su lectura. Todo vale, dice Anabel como formando una melodía olvidada y que Córdoba descubre sorprendido al segundo de su pronunciamiento sin decirle nada, y se queda mirándola mientras se pregunta qué tiene de malo su presencia.

-               ¿Tenés pan?
-               No, pero hay galletitas de agua ahí abajo
-     ¿Desde cuando tenés estas latas? – pregunta Anabel mientras abre la primera
-                Uh, hace mil las compré, ni bien me mude, ponele. – contesta después de una seca carcajada.
-               No está nada mal, ¿querés?
-               No, gracias, pero abrite el vino.
-               Lo podes abrir vos, eh.
-               Dale, ¿qué te cuesta?

Mientras Anabel pelea con un corcho de plástico imposible, Córdoba encuentra un tema de conversación mientras enciende un cigarrillo con el encendedor linterna de ella.

-               ¿Fuiste al oculista ayer? – pregunta Córdoba.
-               No, me olvidé.
-               Tenés que ir, necesitas los anteojos, te tiene que hacer la orden para que te los vayas a hacer, ¿no entendés? – Córdoba la reta y de esta manera le da un toque sentimental a la situación. Aún cree sentir la necesidad de proteger a la mujer que una vez en un colectivo, a la tarde, le guiñó el ojo y le tiró un beso como lo haría una hermosa actriz italiana en una película de Fellini, solo que aquello realmente ocurrió y, a diferencia de esas películas, Córdoba no olvidará jamás esa escena.
-               Sí, tengo que ir. – dice Anabel abriendo los ojos, sorprendida por su preocupación, dos segundos antes de que el rubor se adueñara de su cara cambia de tema – tomá, abrilo vos que no puedo.
-               A ver, dame.

La mujer del póster seguía mirando a Anabel como si fuera un intruso, cómo podría atreverse a pisar el suelo de su reino y moverse con tanta naturalidad, no debería estar aquí, se tiene que ir. La mujer del póster, desde su altar de piel de leopardo, inclinada hacia atrás y bañada en leche, parece que con sus ojos no solo le desea las peores desgracias, sino que además inventa conjuros desde su inerte accionar para que esta muchacha, que lo único que quiere esta noche es un poco de compañía, se arroje, por su propia voluntad, hacia la ventana y muera. Anabel siente cada tanto esa presión ejercida por esa mirada pero logra neutralizar cualquier ataque, sigue caminando, va a la biblioteca y se queda observando con la cabeza inclinada los nombres de los libros que, descuidadamente, adornan la habitación. Aquella ráfaga de cariño, incomprensible tanto para él como para ella, se disipó rápidamente, ahora vuelve a su malestar nostálgico y se sienta frente a la computadora, haciendo que ella desaparezca de la habitación al cerrar los ojos por un momento; hecha la magia se pone a relatar aquel cuento que había dejado y que, sin duda, no llegará nunca a terminar. Logra abstraerse por un segundo de sus comentarios y sigue escribiendo: “Mi jadeo es sincero, siempre lo fue. ¿Quién te crees que sos, idiota?- le gritó Natalie y luego le dio una cachetada que lo dejó amargado por un tiempo…”. Se queda mirando la frase, la repite en voz alta. La voz de Anabel vuelve a su percepción, “no me gusta” oye detrás de él. La mira y le dice que le alcance el cenicero. Luego la vuelve a mirar y, quizá por los efectos del alcohol, le ve dos alas que le salen de la espalda. Como si fuera un ángel que irrumpió esta noche con una misión que desde el cielo le pidieron que cumpliera, pero que si fuera por ella ni se molestaba. Una misión que lo tendría como beneficiario. Al instante toda esa ilusión se disipa, cae en la cuenta de que no existen los ángeles ni tales historias y que lo que está viendo es producto de una mala mezcla de alcohol, cigarrillos y la humedad de la noche. Se refriega los ojos, los abre y la ve nuevamente. Ahora no hay ningún ángel, hay una mujer con ojos rojos que le dice con un libro en la mano:
 
-               Este es mio, Córdoba.
-               ¿Cuál es?
-               Éste. – dice Anabel mostrándole la tapa del ejemplar: La educación sentimental. Gustave Flaubert.
-               Ah, sí. Llevatelo.
-               ¿Lo leiste?
-               No, nunca tuve tiempo, no me llama la atención además. – dice Córdoba indiferente.
-               Es hermosa esta novela, si querés te la dejo para que la leas.
-               No, dejá. Llevalo que no lo voy a leer, es al pedo.
-               Como quieras…-dice Anabel. Al terminar la frase se escucha: “Tu cara nueva por la mía en la cripta, tu cara nueva por la mía en la cripta”- Ya que estas ahí cambiá de disco, por favor te lo pido, ya lo escuchamos dos veces o mas, no se.

Anabel le dice que le encantaría escuchar jazz, el le dice que no, que estuvo escuchando a Coltrane toda la tarde y que necesitaba otra cosa. Así que cliquéa dos veces en una carpeta que dice “Compilado 14”, las primeras estrofas de “Declare Independence” empiezan a sonar. Córdoba quiere continuar con el cuento, se detiene un momento ante la posibilidad de que la historia tome otro rumbo y se convierta en un policial romántico. Las maneras de lograr que ese volantazo en medio de una historia de amor sin mucho movimiento fuera efectivo son muy pocas y muy tontas, no tenía recursos mentales como para hacerlo en este momento, pero le gustaría cambiar todo y hacer algo mejor con la historia. “Quizá Anabel tenga razón”, se dice, “quizá deba volver a las historias locas y dejar los cuentos románticos o serios para otro momento de mi vida, al fin y al cabo soy lo bastante joven para planear un futuro distinto, tengo un horizonte delante mío…”. Se levanta y se queda contemplándola con los brazos cruzados, ella está tirada en el suelo mirando los últimos libros del estante mientras una islandesa que no conocen grita desenfrenada en un estribillo memorable. La luz tenue del velador hace que el color del lugar sea siempre el mismo a pesar de la visita, las bocinas aún suenan, la computadora sigue su robótico murmurar y las ideas de Córdoba no terminan de caer, se deberá convertir en un astronauta argentino para ir hasta la luna y juntar dos kilos de inspiración o de lo que sea para que de una vez por todas pueda darle forma a la historia de aquel encuentro en la confitería. O simplemente matar a los personajes manteniendo apretado la tecla “backspace” y a la mierda con todo su romanticismo de plástico derretido.

lunes, 18 de julio de 2011

Capítulo 38

Tropezón

Claro, el monstruo se sintió en la cima por media hora, él era el rey del mundo. Pasado el efecto del brebaje se sintió perdido y un poco atontado, los edificios volvieron a ser edificios y los autos dejaron de ser galaxias y volvieron a ser lo que eran. Le hubiese encantado que aquello alucinante siguiera transcurriendo pero la frescura de su realidad lo detenía, lo llevaban a querer seguir con ella, inexplicablemente era así. Por mas horrenda que sea, el monstruo quería seguir viviéndola y dejar de lado la experiencia que lo había hecho inmortal por un instante. Eso lo tenía bien en claro. “Pero qué bueno estuvo igual”, pensó. Haber conocido al chino Solverano le trajo beneficios, el brebaje fue, sin dudas, el más importante. Mientras caminaban por la calle, a eso de las dos de la mañana, el monstruo y el chino se contaban los detalles de su fantástico paseo: el chino era un unicornio en busca de unas entradas para ver a Bruce Springsteen y el monstruo era el amo del universo, lo único que hacia, sintiendo esa supremacía, era mirar las galaxias, ordenarlas y darle movimiento con gesticulaciones propias de un mago intoxicado.
La luna, las estrellas, todo era visible en el cielo. El aire era fresco, los perros se disputaban una bolsa de basura y las luces de los vehículos que pasaban los encandilaban por un segundo.
Ellos seguían caminando, se dirigían a Carucha, un bar donde jóvenes y no tan jóvenes, toman, hablan, encaran y bailan toda la noche. El monstruo seguía atontado, se le caía la cabeza, luego miraba para adelante, se reía, seguía hablando y luego se dispersaba. A pocas cuadras del bar el chino le contaba algo sobre la pintura y el arte contemporáneo, sin embargo no tuvo una buena recepción por parte del monstruo que cada tanto acotaba “si, claro” o “ah, mirá”, siempre riéndose y fascinándose con cada paso que daba. “Estas son buenas zapatillas”, pensaba el monstruo. “Y Dalí era un pintor mediocre, ningún critico lo apreciaba, sabés…”, “ah, mirá”, “sí, igual a mi me encantan sus cuadros”, “si, claro.”
Al llegar al bar el monstruo intentó despabilarse del ensueño y pidió una cerveza de inmediato, el chino lo primero que hizo fue ponerse a bailar en la pequeñísima pista. La cerveza no lo despertó, al contrario, lo adormeció aun mas, cómo si con el alcohol, aquellos destellos de alucinación que aun tenía en su cabeza tomaran poder sobre él nuevamente acelerando su tranquila locura. Veía cómo el chino mientras bailaba se iba transformando en unicornio. La gente del lugar ahora tomaban forma de ostras enormes y las mesas pequeñas casas habitadas por pequeños pastorcitos. Y él volvía a ser el amo del universo. Levantó sus brazos y cómo tomando un impulso metafísico se dispuso a mover con el poder que le daban los astros y su cerebro todos aquellos elementos, incluidas las otras y el unicornio, que se encontraban frente a él. Aquel despertar de los efectos del brebaje fue muy breve, al poco tiempo estaba sentado en una mesa, ya conciente y un poco más fresco, hablando con el chino sobre una película de Jim Jarmusch. De las películas pasaron a la política y luego, cómo por una necesidad imperiosa del monstruo (quién empezó con el tema), al amor. Aquella necesidad se impuso a partir de un comentario acerca de Verónica que él mismo hizo de la nada. Era preciso contárselo todo al chino, por más que éste no la conozca.
Y allí brotó y dejó ver toda su bronca.
En ese momento Verónica estaba arriba del colectivo, después de un largo viaje volvería a la casa de sus padres, seguramente lo primero que haría es ojear aquel cuaderno de anotaciones que se había olvidado cuando partió hacia La Plata. Extrañaba tenerlo y escribir acerca de lo que pensaba cada tanto, una especie de diario íntimo barato y poco disciplinado. Ningún otro cuaderno lo pudo suplantar en aquella extraña ciudad arbolada. 

viernes, 17 de junio de 2011

Capítulo 21

Será sobre un nuevo amanecer…



Querido:

Considero perder el tiempo como un equivalente de madurez, volver a ser niño. Como tal, estaría habilitado a accionar como se me plazca, hacer esto sin temor a que pase aquello otro; simplemente, hacer. Haría y no me importaría nada más que aquello. Ojala alcance tan anhelado porvenir, por lo pronto trato de entretenerme; si bien la palabra clave a mi experimento es quemar.
Estoy en la búsqueda, Corrientes, estoy en la búsqueda.
Varias cosas fui dejando de lado en los últimos meses, sin dudas entre las más importantes se encuentra la religión. Se fue dios y llegó a mis manos una caja de fósforos. Como si desde el cielo, el propio dios, dejó que el fuego llegue a mis manos diciéndome: “no creas en mi”. Esta espectacular irreverencia me fue facilitada por la lectura de varios filósofos provocadores, mas bien de uno solo. Sí, ese. Aunque me terminó de convencer la teoría subyacente en el maestro Lorenzo[1]. Tropecé con su obra hace muy poco y creo que ninguna persona, al leer solo dos páginas de alguno de sus escritos, podría escapar de la seducción de tan pedregoso pensamiento contemporáneo. Deberías leerlo si todavía no lo has hecho.
Y hace nada que me revuelco en el pasto y escupo para arriba. Río y cada día escribo de manera mas rebuscada, espero llegar a un punto tal de que mis ensayos sean ilegibles, todos serán códigos, todos! Habrá que descifrarlos, amigo Corrientes. Tan tedioso trabajo puede llevarle a las generaciones futuras muchos años, muchos. La próxima te adjuntaré en el sobre un pedazo de mis pensamiento para que veas de lo que estoy hablando. Nadie entiende nada.
“Pretendo llegar a que mi vida no tenga sentido, por lo menos no tu sentido”, como decía Lorenzo. Ni el sentido del resto. Hoy trato de dejar de lado un pasado. Un pasado que tú seguramente crees, de una manera enfermizamente ingenua, inmortal. Yo lo creo confuso y estúpido. Creo que de tanto pensar en esto último, se me acaba de ocurrir ahora esto, utilice el fuego con la pretensión de quemar algo que ya estaba hecho, por el hombre o por la naturaleza, derretir aquello fabricado junto a su materia prima. Cómo para liberarme de lo creado y terminar de una vez por todas con el juicio de dios, diría Artaud. Yo no diría nada de eso, tal vez lo pensaría, sí, yo, si estuviera vivo el poeta, lo prendería fuego. Artaud, te quiero prender fuego el pelo. No, no lo hagas. Sí. Y el corazón creativo moriría riéndose de mí, riéndose de Uds.
Perdón…
Sólo quiero que sepas que estoy contento con mi nuevo rumbo, espero volver a encontrarte cuando vuelva a Airas en el verano. Por el momento te seguiré escribiendo, mandándote mis pensamientos próximos a publicar y, sí, junto a muchos frascos de dulce de lima, ese que tanto te gusta.


Con mucha tentación de quemar esta carta, te saluda

                                                                                                                                                       Córdoba



[1] Lorenzo de Iparucho, único e infatigable filosofo Airano. Se lo considera el máximo pensador Argentino después de haber editado su obra última: Los cabellos de Ángel. Clara alusión a los deleites gastronómicos en sus épocas de esplendor juvenil; así también alude con guiños a las figuras bíblicas (ángeles y demonios) y cae en prejuicios sobre toda santidad. Una lectura un tanto insípida daría lugar a pensar que ésta obra fue dedicada íntegramente  a Ángel(Smith), un señor con quien entabló su penúltimo amorío clandestino en la ciudad de Santiago, Chile.

jueves, 16 de junio de 2011

Capítulo 21


Será sobre un nuevo amanecer…



Querido:

Considero perder el tiempo como un equivalente de madurez, volver a ser niño. Como tal, estaría habilitado a accionar como se me plazca, hacer esto sin temor a que pase aquello otro; simplemente, hacer. Haría y no me importaría nada más que aquello. Ojala alcance tan anhelado porvenir, por lo pronto trato de entretenerme; si bien la palabra clave a mi experimento es quemar.
Estoy en la búsqueda, Corrientes, estoy en la búsqueda.
Varias cosas fui dejando de lado en los últimos meses, sin dudas entre las más importantes se encuentra la religión. Se fue dios y llegó a mis manos una caja de fósforos. Como si desde el cielo, el propio dios, dejó que el fuego llegue a mis manos diciéndome: “no creas en mi”. Esta espectacular irreverencia me fue facilitada por la lectura de varios filósofos provocadores, mas bien de uno solo. Sí, ese. Aunque me terminó de convencer la teoría subyacente en el maestro Lorenzo[1]. Tropecé con su obra hace muy poco y creo que ninguna persona, al leer solo dos páginas de alguno de sus escritos, podría escapar de la seducción de tan pedregoso pensamiento contemporáneo. Deberías leerlo si todavía no lo has hecho.
Y hace nada que me revuelco en el pasto y escupo para arriba. Río y cada día escribo de manera mas rebuscada, espero llegar a un punto tal de que mis ensayos sean ilegibles, todos serán códigos, todos! Habrá que descifrarlos, amigo Corrientes. Tan tedioso trabajo puede llevarle a las generaciones futuras muchos años, muchos. La próxima te adjuntaré en el sobre un pedazo de mis pensamiento para que veas de lo que estoy hablando. Nadie entiende nada.
“Pretendo llegar a que mi vida no tenga sentido, por lo menos no tu sentido”, como decía Lorenzo. Ni el sentido del resto. Hoy trato de dejar de lado un pasado. Un pasado que tú seguramente crees, de una manera enfermizamente ingenua, inmortal. Yo lo creo confuso y estúpido. Creo que de tanto pensar en esto último, se me acaba de ocurrir ahora esto, utilice el fuego con la pretensión de quemar algo que ya estaba hecho, por el hombre o por la naturaleza, derretir aquello fabricado junto a su materia prima. Cómo para liberarme de lo creado y terminar de una vez por todas con el juicio de dios, diría Artaud. Yo no diría nada de eso, tal vez lo pensaría, sí, yo, si estuviera vivo el poeta, lo prendería fuego. Artaud, te quiero prender fuego el pelo. No, no lo hagas. Sí. Y el corazón creativo moriría riéndose de mí, riéndose de Uds.
Perdón…
Sólo quiero que sepas que estoy contento con mi nuevo rumbo, espero volver a encontrarte cuando vuelva a Airas en el verano. Por el momento te seguiré escribiendo, mandándote mis pensamientos próximos a publicar y, sí, junto a muchos frascos de dulce de lima, ese que tanto te gusta.


Con mucha tentación de quemar esta carta, te saluda

Córdoba


[1] Lorenzo de Iparucho, único e infatigable filosofo Airano. Se lo considera el máximo pensador Argentino después de haber editado su obra última: Los cabellos de Ángel. Clara alusión a los deleites gastronómicos en sus épocas de esplendor juvenil; así también alude con guiños a las figuras bíblicas (ángeles y demonios) y cae en prejuicios sobre toda santidad. Una lectura un tanto insípida daría lugar a pensar que ésta obra fue dedicada íntegramente  a Ángel(Smith), un señor con quien entabló su penúltimo amorío clandestino en la ciudad de Santiago, Chile.