martes, 26 de julio de 2011

Cuentos sin corregir



1


 Escribir


El ruido constante que la computadora encendida hace cuando descansa de la manipulación humana y el de los lejanos bocinazos externos daban la sonoridad perfecta para un escritor en las puertas de la tan mencionada inspiración, la tenue luz del velador en la esquina de la habitación otorga una cuota de posible nostalgia artificial, motor fundamental de la maquina creadora para una madrugada de manos inquietas. Córdoba, mientras intenta un deambular acortado por la pequeñez del lugar que lo contiene hace varios días, piensa que tal vez no tenga nada que decir, que seguramente otros sabrán qué escribir y lo harán mejor que él. Son reflexiones instantáneas que lo angustian y lo hacen bajar trecientos mil millones de metros por debajo del mar para reventarse la cabeza con un enorme caracol, y así también habría lugar para las preguntas sin respuestas acerca de su existencia que lo harían descender aún más. En cuestión de segundos emergería a las superficies, llegaría a la orilla y vomitaría gran cantidad de agua. Esta listo para tomar otro café, combustible para ese motor ahora oxidado.
Frente a la pantalla, Córdoba escribe la siguiente frase: “No siempre tenés que jadear así cada vez que te beso el cuello, la verdad que no te creo nada, ¿creés que no me doy cuenta?”. La repite en voz alta poniéndose en la piel del personaje. En cada repetición va modulando el tono y sus formas, adquiriendo una postural actoral nunca antes explorada. Abandona la actuación para atender el portero que están haciendo sonar con insistencia. “Abrime, dale, soy yo”. Es Anabel, una especie de ex novia devenida en compañera, amiga, medico de cabecera y consejera espiritual. Hace más de un año que decidieron dejar de verse tras cuatro de noviazgo por decisión mutua y ahora, ella, no deja de visitarlo, siempre en horarios incómodos y en momentos increíblemente inoportunos. Pero Córdoba nunca deja de abrirle la puerta, tal vez un vestigio de amor aún queda en él o simplemente es una cuestión de cordialidad por la mujer que una noche, un fin de año en casa de amigos más precisamente, tomó de los brazos y besó sin previo aviso apoyándola en la mesada de la cocina mientras todos borrachos danzaban y gritaban en el patio entre estribillos de cumbias noventosas y el humo espeso de la marihuana siempre actual.

Anabel entra en la habitación, es decir, en el monoambiente semioscuro del frustrado escritor, y deja sobre la mesa una botella de vino tinto, dos atados de cigarrillos y, buscando en los bolsillos de su saco, saca unos caramelos de menta obtenidos a modo de vuelto por la compra realizada, deja dos y desenvuelve uno llevándoselo a la boca. Córdoba se adelanta y abre uno de los atados.

-               ¿De donde venis? – le pregunta Córdoba con un cigarrillo entre los dedos al mismo tiempo que larga su primer bocanada.
-               De lo de Agustina, hay una mala onda en esa casa. Esta vez te llamé al celular pero lo tenías apagado, quería avisarte que venía para acá, viste. Compre puchos por las dudas, me imaginé que no tenías y que estabas despierto. – dice Anabel. Gira su cabeza como si algo se lo hubiera ordenado y ve la pantalla. – A ver…
-               Es algo que estaba escribiendo… - dice Córdoba acercándose apresuradamente hacia la computadora.
-               Ah… ¿es sobre mí esto?
-               No, ¿Por qué decís eso?
-               Dale, Córdoba, decime la verdad, es obvio: “Ella le dice que las películas de Godard le gustan pero que prefiere ver una de terror en el cine, él, queriéndola complacer le dice sí. Los saltos en las butacas productos de repetidos sustos inquietan a Claudio y termina yéndose de la sala, dejándola sola con la multitud de desconocidos que gritan de espanto”. – lee mecánicamente Anabel, como descubriendo una pista que la ayudaran a descifrar el enigma de un escritor enamorado.
-               Bueno, es esa parte, me acordé y lo puse, muchos escritores utilizan ese recurso. Toman escenas de su pasado y la adaptan a una historia, obviamente cambiando partes y demás…
-               Si, pero esto es tal cual.
-               No, nada que ver. Te había dicho de ver una película de otro director, creo que era una Argentina, y vos dijiste que querías ver una comedia hollywoodense, y no fueron los gritos sino las risas de los boludos que tenia alrededor lo que me irritaron y me hicieron retirar del lugar. – corrige Córdoba.
-               Bueno, en todo caso pensaste en mi, ¿no? – dice Anabel, ahora mirando la cocina sin prestar atención a la futura respuesta de Córdoba, dejando su plan detectivesco y todo amor. - ¿tenés sacacorchos? 
-               Sí, en el segundo cajón.

Anabel descorcha el vino y Córdoba se sienta en su antiguo y pequeño sillón heredado por su abuela. Mientras ella sirve en una copa, él apaga el cigarrillo. Mientras él toma el primer sorbo de su copa, ella prende un cigarrillo. Los ojos colorados de Anabel le dan la sensación de que estuvo llorando toda la noche, sin embargo se veía alegre y animada, no para de moverse y de contarle sobre Agustina y su relación con el marido. Ve que de su boca sale información que ni a él ni a nadie le podrían interesar, salvo a ella y a alguna amiga cercana. Cada tanto asienta con la cabeza y larga una frase afirmativa o de asombro o de malestar según el tono con que lo cuenta. La voz de Anabel pasa por su cabeza sin dejar nada, solo se daba cuenta de la importancia que ella le daba a lo que contaba a través de su cara y de la sonoridad que les daba a las palabras. Ahora piensa en la posibilidad de escribir una novela de ciencia ficción, podría tratar sobre un alienígena que se casa con una terrícola porteña, tras años de relación ella no logra quedar embarazada, el matrimonio se convierte en el peor de los infiernos y se terminan divorciando. El bicho tiene dos años para arreglar su nave y volver a su planeta natal, durante las horas que pasa en el taller componiendo la maquina su ex mujer lo viene a visitar, él acepta su compañía mientras ella le ceba mates y le cuenta cosas que a él no le interesan en absoluto.

Qué poca imaginación que esta teniendo, y él se da cuenta de eso. Anabel se levanta y se sirve otra copa de vino. El póster de una mujer semidesnuda parece que la observa mientras se pasea por la habitación en busca de un nuevo tema de conversación. Él se prende otro cigarrillo y se asoma por la ventana.

-               ¿Ponemos algo de música? – le pregunta Anabel yendo hacia la computadora.
-               Dale, fijate, en la carpeta que dice Música, ahí están los discos.
-               Sí. Mnn…éste. – selecciona con un doble clic y se aleja.
-               Me parece que va a llover, eh.

“Explosión en mi barrio, es la puerta y no me calmo, un espasmo, un zumbido…”.
Ahora esa atmosfera nostálgica creada por la soledad del escritor es convertida en una furiosa fiesta sónica producida por la visitante inoportuna. Alcohol, cigarrillos y música aparecen repentinamente en escena, elementos que son disfrutados con algunas alternancias pero que casi siempre son degustados en simultáneo. Eso es la fiesta: tomar, fumar y escuchar música. Por momentos ella se para y da una vueltas, cambia de tema, pero no de disco, se vuelve a sentar, menea la cabeza y canta: “ascendiendo… a los cielos…”.

-               Che, ¿y de qué va tu historia? – pregunta Anabel jugueteando con su copa vacía entre los dedos.
-               No….Es simple. Una expareja de tenis que después de años de desencuentros se cruzan en una confitería y se ponen al día. El tiene un comercio en Almagro y ella se fue a vivir a Córdoba, estaba en Buenos Aires de visitas.
-               ¿Sí?, me gustaban más las historias esas locas que escribías antes. ¿Tenés todavía el del conejo que se convertía en ministro de cultura? ese era genial me acuerdo…
-               Lo debo tener en la maquina, sí. ¿Te acordás qué había que hacerle para que se convierta? – pregunta Córdoba levantando la ceja izquierda y formando de a poco una sonrisa entre siniestra e infantil.
-               Jajaja – se ríe atragantándose con el aire. Tras una pausa para respirar y seguir dice- sí, le tenían que hacer un pete. Muy bueno. Pero esto que haces ahora me parece bastante aburrido.
-               Puede ser. Es que estoy grande ya. No me da para escribir más esas cosas.
-               Tenías talento…
-               ¿”Tenía”? Tengo. – dice irritado.
-               No sé…- dice Anabel, como pidiendo perdón por lo que había dicho.
-               ¿Qué querés decir? ¿qué sabés vos? – dice Córdoba enojado.
-               Digo, hace mucho no te publican, como dos años. – contesta Anabel comprensiva.
-               Sí, por que estoy dando clases, no estoy escribiendo últimamente. Ahora estoy con ese cuento pero… – dice Córdoba retomando la calma.
-               ¿Te falta mucho para terminarlo?
-               Nunca sé cuando terminar los cuentos, igual recién empiezo así que…

Otros cigarrillos, mas vino. Este sábado será enterrado entre los elementos que integran el tacho de basura. Los planes previos a la tristeza en la que se había hundido Córdoba fueron cancelados por un mensaje que oyó en el buzón de voz del celular: “Hola, Córdoba, qué tal. Escucha, no voy a poder a poder salir hoy, me quedo con los chicos por que Mariana sale con las amigas, le avisé a Corrientes que no salía y él también se bajó, arreglamos para el otro finde, abrazo”. De bronca apagó el celular y se puso a mirar una película en la computadora, luego vendrían las escasas ideas, la hoja de Word sin rellenar, la frustración, la visita…
Aquellos planes consistían en tomar algo en un bar, después arrancar para algún boliche: baile, mujeres y más tragos. Con suerte se llevaría una de esas hermosas mujeres a su departamento y haría el amor hasta el amanecer. Al despertar, a eso de las cuatro de la tarde, ella le llevaría a la cama un desayuno extraordinario, con medialunas, jugo de naranja y café, hablarían de teatro y literatura (por que se podría haber levantado tranquilamente una licenciada en Letras) y luego la despediría con un “te llamó” para que dos días después se encontraran en el centro para ir a ver el estreno de una obra teatral. En cambio ahora, la realidad, siempre nefasta, se burla de su presente: está sentado en su viejo sillón fumando y viendo como su ex novia está tratando de sacar con los dedos una basurita que se le metió en la copa. Inclina su copa hacia delante para no tocar el vino pero no logra evitar mojarse. Larga una carcajada agudísima mirando el techo y se chupa los dedos. Nunca sintió odio hacia ella pero ahora está sintiendo ganas de decirle que se vaya buscando una excusa, pero ninguna se le vino a la cabeza.
Un estruendo hace saltar de la silla a Anabel que estaba prendiendo un cigarrillo, Córdoba la mira y le pronostica, esta vez con mas énfasis que la anterior, que se viene un diluvio histórico.

-               No trajiste paraguas. – le advierte Córdoba.
-               No, ni me imaginé que se iba a llover, ¿vos tenés? – pregunta Anabel.
-               Sí, creo que sí.
-               Así vamos a comprar otro vino, no queda más.
-               ¿Habrá algo abierto?
-               No sé, vos vivís acá. Seguro el kiosco que esta sobre Av. Borda vende, vamos con una mochila así lo guardamos ahí, viste que ahora hay cámaras en todas las calles de Arias.
-               Sí, bueno, ponete la campera, vamos ahora. – dice apurándola.
-               Podemos comprar algo dulce, ¿no? ¿tenés guita vos?
-               Si, tengo veinte pesos, dale. – dice con un extraño entusiasmo por tomar aire.
-               Pará que termino de fumarme el pucho.

Anabel aplasta el cigarrillo en el cenicero, se abriga y sale del departamento junto a Córdoba que camina como si no la conociera. Ella le habla sobre los vinos que había probado últimamente, que éste es bueno, pero éste otro no, etc. Él la ignoraban con tan poca elegancia que la interrumpía con un “andá mas para allá que me estoy mojando” o “traé el paraguas mas para mi lado, che”. El viaje al kiosco resultó más que aburrido para Córdoba, un tanto entretenido para Anabel, que volvió muy callada y con una felicidad indescriptible comiendo su alfajor triple.
Al irse, dejaron correr el disco. Éste, con un volumen elevado, repite la tercer canción que, en realidad, no la habían escuchado por que Anabel había cambiado el segundo tema por el quinto en su momento, ahora son recibidos por una habitación, siempre en penumbras, que les canta: “Mi deseo es envolverme en agua salada, deslizarme con mi tabla por montañas de agua…” . Lo primero que hace él al llegar al departamento es poner a secar el paraguas en el bidet y deja su campera y la de ella colgadas cerca de la estufa.
Anabel anuncia su ansiedad nocturna y le pregunta si puede hacerse algo de comer. Córdoba le dice que no hay mucho, que si quiere se puede hacer unos fideos con huevo frito. Ella, revisando su alacena, sacando productos y dejándolos en fila sobre la mesada, descubre tres latitas de paté. La fecha de vencimiento de las mismas esta medio borroneada, con lo cual hace difícil su lectura. Todo vale, dice Anabel como formando una melodía olvidada y que Córdoba descubre sorprendido al segundo de su pronunciamiento sin decirle nada, y se queda mirándola mientras se pregunta qué tiene de malo su presencia.

-               ¿Tenés pan?
-               No, pero hay galletitas de agua ahí abajo
-     ¿Desde cuando tenés estas latas? – pregunta Anabel mientras abre la primera
-                Uh, hace mil las compré, ni bien me mude, ponele. – contesta después de una seca carcajada.
-               No está nada mal, ¿querés?
-               No, gracias, pero abrite el vino.
-               Lo podes abrir vos, eh.
-               Dale, ¿qué te cuesta?

Mientras Anabel pelea con un corcho de plástico imposible, Córdoba encuentra un tema de conversación mientras enciende un cigarrillo con el encendedor linterna de ella.

-               ¿Fuiste al oculista ayer? – pregunta Córdoba.
-               No, me olvidé.
-               Tenés que ir, necesitas los anteojos, te tiene que hacer la orden para que te los vayas a hacer, ¿no entendés? – Córdoba la reta y de esta manera le da un toque sentimental a la situación. Aún cree sentir la necesidad de proteger a la mujer que una vez en un colectivo, a la tarde, le guiñó el ojo y le tiró un beso como lo haría una hermosa actriz italiana en una película de Fellini, solo que aquello realmente ocurrió y, a diferencia de esas películas, Córdoba no olvidará jamás esa escena.
-               Sí, tengo que ir. – dice Anabel abriendo los ojos, sorprendida por su preocupación, dos segundos antes de que el rubor se adueñara de su cara cambia de tema – tomá, abrilo vos que no puedo.
-               A ver, dame.

La mujer del póster seguía mirando a Anabel como si fuera un intruso, cómo podría atreverse a pisar el suelo de su reino y moverse con tanta naturalidad, no debería estar aquí, se tiene que ir. La mujer del póster, desde su altar de piel de leopardo, inclinada hacia atrás y bañada en leche, parece que con sus ojos no solo le desea las peores desgracias, sino que además inventa conjuros desde su inerte accionar para que esta muchacha, que lo único que quiere esta noche es un poco de compañía, se arroje, por su propia voluntad, hacia la ventana y muera. Anabel siente cada tanto esa presión ejercida por esa mirada pero logra neutralizar cualquier ataque, sigue caminando, va a la biblioteca y se queda observando con la cabeza inclinada los nombres de los libros que, descuidadamente, adornan la habitación. Aquella ráfaga de cariño, incomprensible tanto para él como para ella, se disipó rápidamente, ahora vuelve a su malestar nostálgico y se sienta frente a la computadora, haciendo que ella desaparezca de la habitación al cerrar los ojos por un momento; hecha la magia se pone a relatar aquel cuento que había dejado y que, sin duda, no llegará nunca a terminar. Logra abstraerse por un segundo de sus comentarios y sigue escribiendo: “Mi jadeo es sincero, siempre lo fue. ¿Quién te crees que sos, idiota?- le gritó Natalie y luego le dio una cachetada que lo dejó amargado por un tiempo…”. Se queda mirando la frase, la repite en voz alta. La voz de Anabel vuelve a su percepción, “no me gusta” oye detrás de él. La mira y le dice que le alcance el cenicero. Luego la vuelve a mirar y, quizá por los efectos del alcohol, le ve dos alas que le salen de la espalda. Como si fuera un ángel que irrumpió esta noche con una misión que desde el cielo le pidieron que cumpliera, pero que si fuera por ella ni se molestaba. Una misión que lo tendría como beneficiario. Al instante toda esa ilusión se disipa, cae en la cuenta de que no existen los ángeles ni tales historias y que lo que está viendo es producto de una mala mezcla de alcohol, cigarrillos y la humedad de la noche. Se refriega los ojos, los abre y la ve nuevamente. Ahora no hay ningún ángel, hay una mujer con ojos rojos que le dice con un libro en la mano:
 
-               Este es mio, Córdoba.
-               ¿Cuál es?
-               Éste. – dice Anabel mostrándole la tapa del ejemplar: La educación sentimental. Gustave Flaubert.
-               Ah, sí. Llevatelo.
-               ¿Lo leiste?
-               No, nunca tuve tiempo, no me llama la atención además. – dice Córdoba indiferente.
-               Es hermosa esta novela, si querés te la dejo para que la leas.
-               No, dejá. Llevalo que no lo voy a leer, es al pedo.
-               Como quieras…-dice Anabel. Al terminar la frase se escucha: “Tu cara nueva por la mía en la cripta, tu cara nueva por la mía en la cripta”- Ya que estas ahí cambiá de disco, por favor te lo pido, ya lo escuchamos dos veces o mas, no se.

Anabel le dice que le encantaría escuchar jazz, el le dice que no, que estuvo escuchando a Coltrane toda la tarde y que necesitaba otra cosa. Así que cliquéa dos veces en una carpeta que dice “Compilado 14”, las primeras estrofas de “Declare Independence” empiezan a sonar. Córdoba quiere continuar con el cuento, se detiene un momento ante la posibilidad de que la historia tome otro rumbo y se convierta en un policial romántico. Las maneras de lograr que ese volantazo en medio de una historia de amor sin mucho movimiento fuera efectivo son muy pocas y muy tontas, no tenía recursos mentales como para hacerlo en este momento, pero le gustaría cambiar todo y hacer algo mejor con la historia. “Quizá Anabel tenga razón”, se dice, “quizá deba volver a las historias locas y dejar los cuentos románticos o serios para otro momento de mi vida, al fin y al cabo soy lo bastante joven para planear un futuro distinto, tengo un horizonte delante mío…”. Se levanta y se queda contemplándola con los brazos cruzados, ella está tirada en el suelo mirando los últimos libros del estante mientras una islandesa que no conocen grita desenfrenada en un estribillo memorable. La luz tenue del velador hace que el color del lugar sea siempre el mismo a pesar de la visita, las bocinas aún suenan, la computadora sigue su robótico murmurar y las ideas de Córdoba no terminan de caer, se deberá convertir en un astronauta argentino para ir hasta la luna y juntar dos kilos de inspiración o de lo que sea para que de una vez por todas pueda darle forma a la historia de aquel encuentro en la confitería. O simplemente matar a los personajes manteniendo apretado la tecla “backspace” y a la mierda con todo su romanticismo de plástico derretido.

lunes, 18 de julio de 2011

Capítulo 38

Tropezón

Claro, el monstruo se sintió en la cima por media hora, él era el rey del mundo. Pasado el efecto del brebaje se sintió perdido y un poco atontado, los edificios volvieron a ser edificios y los autos dejaron de ser galaxias y volvieron a ser lo que eran. Le hubiese encantado que aquello alucinante siguiera transcurriendo pero la frescura de su realidad lo detenía, lo llevaban a querer seguir con ella, inexplicablemente era así. Por mas horrenda que sea, el monstruo quería seguir viviéndola y dejar de lado la experiencia que lo había hecho inmortal por un instante. Eso lo tenía bien en claro. “Pero qué bueno estuvo igual”, pensó. Haber conocido al chino Solverano le trajo beneficios, el brebaje fue, sin dudas, el más importante. Mientras caminaban por la calle, a eso de las dos de la mañana, el monstruo y el chino se contaban los detalles de su fantástico paseo: el chino era un unicornio en busca de unas entradas para ver a Bruce Springsteen y el monstruo era el amo del universo, lo único que hacia, sintiendo esa supremacía, era mirar las galaxias, ordenarlas y darle movimiento con gesticulaciones propias de un mago intoxicado.
La luna, las estrellas, todo era visible en el cielo. El aire era fresco, los perros se disputaban una bolsa de basura y las luces de los vehículos que pasaban los encandilaban por un segundo.
Ellos seguían caminando, se dirigían a Carucha, un bar donde jóvenes y no tan jóvenes, toman, hablan, encaran y bailan toda la noche. El monstruo seguía atontado, se le caía la cabeza, luego miraba para adelante, se reía, seguía hablando y luego se dispersaba. A pocas cuadras del bar el chino le contaba algo sobre la pintura y el arte contemporáneo, sin embargo no tuvo una buena recepción por parte del monstruo que cada tanto acotaba “si, claro” o “ah, mirá”, siempre riéndose y fascinándose con cada paso que daba. “Estas son buenas zapatillas”, pensaba el monstruo. “Y Dalí era un pintor mediocre, ningún critico lo apreciaba, sabés…”, “ah, mirá”, “sí, igual a mi me encantan sus cuadros”, “si, claro.”
Al llegar al bar el monstruo intentó despabilarse del ensueño y pidió una cerveza de inmediato, el chino lo primero que hizo fue ponerse a bailar en la pequeñísima pista. La cerveza no lo despertó, al contrario, lo adormeció aun mas, cómo si con el alcohol, aquellos destellos de alucinación que aun tenía en su cabeza tomaran poder sobre él nuevamente acelerando su tranquila locura. Veía cómo el chino mientras bailaba se iba transformando en unicornio. La gente del lugar ahora tomaban forma de ostras enormes y las mesas pequeñas casas habitadas por pequeños pastorcitos. Y él volvía a ser el amo del universo. Levantó sus brazos y cómo tomando un impulso metafísico se dispuso a mover con el poder que le daban los astros y su cerebro todos aquellos elementos, incluidas las otras y el unicornio, que se encontraban frente a él. Aquel despertar de los efectos del brebaje fue muy breve, al poco tiempo estaba sentado en una mesa, ya conciente y un poco más fresco, hablando con el chino sobre una película de Jim Jarmusch. De las películas pasaron a la política y luego, cómo por una necesidad imperiosa del monstruo (quién empezó con el tema), al amor. Aquella necesidad se impuso a partir de un comentario acerca de Verónica que él mismo hizo de la nada. Era preciso contárselo todo al chino, por más que éste no la conozca.
Y allí brotó y dejó ver toda su bronca.
En ese momento Verónica estaba arriba del colectivo, después de un largo viaje volvería a la casa de sus padres, seguramente lo primero que haría es ojear aquel cuaderno de anotaciones que se había olvidado cuando partió hacia La Plata. Extrañaba tenerlo y escribir acerca de lo que pensaba cada tanto, una especie de diario íntimo barato y poco disciplinado. Ningún otro cuaderno lo pudo suplantar en aquella extraña ciudad arbolada.