lunes, 18 de julio de 2011

Capítulo 38

Tropezón

Claro, el monstruo se sintió en la cima por media hora, él era el rey del mundo. Pasado el efecto del brebaje se sintió perdido y un poco atontado, los edificios volvieron a ser edificios y los autos dejaron de ser galaxias y volvieron a ser lo que eran. Le hubiese encantado que aquello alucinante siguiera transcurriendo pero la frescura de su realidad lo detenía, lo llevaban a querer seguir con ella, inexplicablemente era así. Por mas horrenda que sea, el monstruo quería seguir viviéndola y dejar de lado la experiencia que lo había hecho inmortal por un instante. Eso lo tenía bien en claro. “Pero qué bueno estuvo igual”, pensó. Haber conocido al chino Solverano le trajo beneficios, el brebaje fue, sin dudas, el más importante. Mientras caminaban por la calle, a eso de las dos de la mañana, el monstruo y el chino se contaban los detalles de su fantástico paseo: el chino era un unicornio en busca de unas entradas para ver a Bruce Springsteen y el monstruo era el amo del universo, lo único que hacia, sintiendo esa supremacía, era mirar las galaxias, ordenarlas y darle movimiento con gesticulaciones propias de un mago intoxicado.
La luna, las estrellas, todo era visible en el cielo. El aire era fresco, los perros se disputaban una bolsa de basura y las luces de los vehículos que pasaban los encandilaban por un segundo.
Ellos seguían caminando, se dirigían a Carucha, un bar donde jóvenes y no tan jóvenes, toman, hablan, encaran y bailan toda la noche. El monstruo seguía atontado, se le caía la cabeza, luego miraba para adelante, se reía, seguía hablando y luego se dispersaba. A pocas cuadras del bar el chino le contaba algo sobre la pintura y el arte contemporáneo, sin embargo no tuvo una buena recepción por parte del monstruo que cada tanto acotaba “si, claro” o “ah, mirá”, siempre riéndose y fascinándose con cada paso que daba. “Estas son buenas zapatillas”, pensaba el monstruo. “Y Dalí era un pintor mediocre, ningún critico lo apreciaba, sabés…”, “ah, mirá”, “sí, igual a mi me encantan sus cuadros”, “si, claro.”
Al llegar al bar el monstruo intentó despabilarse del ensueño y pidió una cerveza de inmediato, el chino lo primero que hizo fue ponerse a bailar en la pequeñísima pista. La cerveza no lo despertó, al contrario, lo adormeció aun mas, cómo si con el alcohol, aquellos destellos de alucinación que aun tenía en su cabeza tomaran poder sobre él nuevamente acelerando su tranquila locura. Veía cómo el chino mientras bailaba se iba transformando en unicornio. La gente del lugar ahora tomaban forma de ostras enormes y las mesas pequeñas casas habitadas por pequeños pastorcitos. Y él volvía a ser el amo del universo. Levantó sus brazos y cómo tomando un impulso metafísico se dispuso a mover con el poder que le daban los astros y su cerebro todos aquellos elementos, incluidas las otras y el unicornio, que se encontraban frente a él. Aquel despertar de los efectos del brebaje fue muy breve, al poco tiempo estaba sentado en una mesa, ya conciente y un poco más fresco, hablando con el chino sobre una película de Jim Jarmusch. De las películas pasaron a la política y luego, cómo por una necesidad imperiosa del monstruo (quién empezó con el tema), al amor. Aquella necesidad se impuso a partir de un comentario acerca de Verónica que él mismo hizo de la nada. Era preciso contárselo todo al chino, por más que éste no la conozca.
Y allí brotó y dejó ver toda su bronca.
En ese momento Verónica estaba arriba del colectivo, después de un largo viaje volvería a la casa de sus padres, seguramente lo primero que haría es ojear aquel cuaderno de anotaciones que se había olvidado cuando partió hacia La Plata. Extrañaba tenerlo y escribir acerca de lo que pensaba cada tanto, una especie de diario íntimo barato y poco disciplinado. Ningún otro cuaderno lo pudo suplantar en aquella extraña ciudad arbolada. 

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