jueves, 11 de agosto de 2011

Cuentos sin corregir

2

Domingo Marítimo


El quinto mate que le cebé me lo devolvió con cara de asco, eso me dio a entender que los anteriores los había aceptado solo para demostrarme respeto. Seguí tomando solo, en silencio, haciendo alguna pausa, mientras el extraterrestre, sentado junto a mí en el cordón de la vereda, se rascaba una rodilla y miraba el cielo nublado tarareando vaya a saber qué cosa. La brisa otoñal de un domingo sin expectativas nos arrimaba hojas a los pies, algunas se acumulaban allí, otras seguían su rumbo para perderse más allá de la esquina. El poco transito hacía que en la cuadra se creara una sensación parecida a la intimidad que se puede encontrar de las puertas para adentro, solo que con mas lugar para lo imprevisto, para la aparición de algún reconocido personaje del barrio que al venir caminando te cruce, te salude, pregunte por tus cosas y luego te pida una moneda.  
El agua se enfrió, el extraterrestre seguía con los ojos puestos en las nubes, dejé el mate en el piso y tirando una magnifica indirecta le pregunté:

-          ¿Por qué no vas y te compras unas facturas?
-          No, no tengo plata.
-          Ah.
-          ¿Por qué no vas vos?
-          No tengo plata.
-          Ah.

Una cumbia reggaetonera se escuchaba a lo lejos. Cada vez más fuerte, la música se aproximaba a nosotros en auto. No podía tratarse de otra cosa, el auto musical pasará por ésta cuadra. Un vehículo al servicio del pueblo que circulaba por todo Barrio Marítimo emanando desde su interior innumerables canciones a un volumen ameno al oído de cualquier vecino. Nadie lo conducía, se movía por un sistema electrónico creado por uno de los grandes ingenieros de por acá. El mapa de la ruta que debía recorrer estaba configurado dentro de su memoria, así también su velocidad, predeterminada desde el comienzo en su primera salida a las calles marítimas. Por lo general transitaba durante los fines de semana y feriados puntuales, entre las cuatro de la tarde y las diez de la noche. Para los 9 de julio las canciones de Almafuerte se convirtieron en un clásico, aquellas melodía tomaron mas importancia, por lo menos para nosotros, los mas jóvenes, que la celebración independencia. Era el único día en el año donde se escuchaba, en todo el barrio, a la banda de metal; el resto de los días podían variar, desde tanto y merengue hasta música atonal.
El auto musical pasó por delante de nuestras caras lentamente. El extraterrestre, en un arranque de barderismo sideral, escupió al vehículo apuntando a una de las ventanillas traseras. Su disparo salival dio a una rueda. No tenía mucha apuntaría, de eso me dí cuenta enseguida. De tantos lugares en el mundo, el tipo tenía que caer en un centro de manzana donde casi es devorado por los salvajes perros marítimos, una raza de canes aun más temibles que cual hiena o lobo hambrientos. Si no fuera por que los ahuyenté con un sifón, aquella tarde esos animalitos habrían llenado sus estómagos con un banquete intergaláctico y, tal vez, habrían tomado como guarida los restos de la nave espacial. Ahora estaba acá, haciéndole compañía a su salvador. Luego de escupir se dirigió a mí con una suerte de sonrisa pícara, como sabiendo que había cometido un acto fuera de las reglas de una civilización humana, occidental, rigurosa y absurda, que ni él ni yo comprendíamos del todo. Y el auto se perdió cuando dobló al final de la calle llevándose consigo la excéntrica cumbia. Algunas hojas suicidas lo siguieron, queriendo ser pisadas y así lograr una muerte instantánea al ser aplastadas, pegadas con la ayuda de la humedad en el pavimento para no levantarse jamás, evitando así las laboriosas insistencias hechas por un súbdito viento que solo acata las rigurosas ordenes de la estación.
El tiempo pasaba, la tarde no alteraba su densidad. Un cuelgue había congelado mis pensamientos haciendo que mi mente se adormeciera y mi mirada se dirigiera a un poste de luz clavado en la cuadra de enfrente, el ensueño se interrumpió cuando oí un ruido rasposo en la vereda. Era el extraterrestre que estaba intentado dibujar con una piedra sobre las baldosas amarillas, el trazo intenso del inexperto artista iban de acá para allá, de a poco se iba formando la silueta de una mujer. Con minuciosidad completó los detalles de su rostro, nariz respingada, labios carnosos y ojos saltones; el cabello liso hechos con líneas suaves y rápidas dieron por finalizada la obra. El extraterrestre me la señaló y me dijo:

-          Así, ves. Bastante parecida me salió. La vine a buscar, no sé su nombre y menos su dirección. Capaz vos tengas alguna idea…
-          Qué sé yo, puede ser cualquier mina. Tenés que ser más específico. Además, ¿de donde la conoces?
-          El año pasado vine al planeta, para conocer. Estuve en varios lugares y terminé en Argentina. Era en Buenos Aires, justo en mi último día de viaje, donde me la crucé, no se bien dónde, ese es otro problema. Chocamos en la calle, a ella se le cayeron la carpeta con los papeles y yo se los levanté telequineticamente. Ella sonrió, me agradeció, “muchas gracias”, me dijo. “Todo bien, disculpáme igual, no te vi”, le dije medio tartamudeando. “No, es que vengo a mil, necesito parar de laburar un poco…”. Entonces le digo de tomar algo para que se relaje un poco, ella aceptó mi invitación y nos fuimos al bar mas cercano. Charlamos un buen rato y allí perdí noción del tiempo, en un momento alce la vista sobre su cabeza y vi que el reloj de pared del lugar indicaba las ocho de la noche, la última nave que se dirigía a mi planeta salía en veinte minutos. Así que la saludé rápido y me fui corriendo. Sí, no sé por qué no le pregunte su nombre, ni su mail o su teléfono, nada. Ahora vine a buscarla, le afané la nave a mi viejo y me mandé, se ve que todavía no controlo bien los comandos, tuve un desastroso aterrizaje como habrás visto… soy un boludo.  
-          No pasa nada, ya la vas a encontrar, no te preocupes.

Si había algo que no podía hacer por él era contenerlo o darle algún consejo, pensé. Pero al parecer aquellas palabras fueron de gran ayuda para este visitante enamorado. Tampoco pensé que un extraterrestre se podía enamorar de una terrícola. No estaba en mis planes ayudarlo cuando terminé de tranquilizarlo pero de a poco me invadieron las ganas, tal vez me enterneció su historia contada con ese tono melancólico.

-          Si querés quedáte a dormir en casa, no hay drama. Mañana vamos a capital y la buscamos, ¿dale?
-          Uh, seria genial. Gracias.

Se acercó el 603 dejando en la esquina a una señora mayor, el colectivo siguió su marcha después de un costoso arrancar oxidado. Dos chicas pasaron detrás de nosotros a pasos acelerados de impaciente adolescencia, riéndose de algo que no sabíamos. Un perro marítimo caminando por la vereda de enfrente, nos miró y se acostó al lado de un cesto de basura. Contemplé el cielo. Allí pude ver cómo una manada de aves se dirigían hacia el norte creando formas en pleno vuelo: primero una flecha, luego se dispersaron y en un segundo formaron un sartén para luego ilustrar la figura de un enorme libro en movimiento. Al parecer, la lluvia literaria estaba por comenzar, las nubes se juntaron dejándonos sin claridad posible. Aún permanecíamos en el cordón, observando las acciones que se producían en tierra y en aire, poco había que decir, salvo una cosa.

-          Che, entremos que está por llover. – le dije sacudiéndome el pantalón después de haberme levantado.

Lo ayudé con la mano, el extraterrestre se puso de pie y un libro le cayó en la cabeza. Lo levanté, era “Catedral” de Carver. Lo dejé en la calle, no había tiempo de agarrar el mate ni el termo, debíamos correr al techito de casa para poder zafar del diluvio que se venía. Tras tantear mis bolsillos me di cuenta que había dejado las llaves al lado del mate. Cuando quise largarme en busca de ella empezaron a caer mas libros, no quise correr el riesgo, me quede con la espalda pegada a la pared mirando el inicio de la lluvia literaria. El extraterrestre, en la misma posición que yo, intentaba mover la llave con su mente.

-          Está muy lejos, no puedo moverla.
-          ¿No podes? Está acá nomás, qué son, cuatro metros…
-          Mi poder no me permite moverla a tanta distancia, perdón.
-          Esta bien, dejá.

Esquilo, Bolaño, Dahl, Hesse, Borges, Casas, Kafka, Laiseca, Marechal, Voltaire, Dos Passos, Tolstoi, todos caían del cielo. El conurbano bonaerense, y más que nada la zona sureña del mismo, se caracterizaba por la gran cantidad de autores argentinos que llovían, esto no pasaba en la capital o en provincias como Chubut y La Pampa donde buena parte del diluvio lo integraba alemanes y japoneses. El retumbar de cada libro en el piso se hacía sentir, sobre todo cuando cayeron Los Sorias. Éste cayó muy cerca de nosotros, lo fui a buscar. El extraterrestre quiso frenarme pero no lo logró, estiré el brazo y, con cierta dificultad, logré tomarlo. Una vez con el libro sosteniéndolo con las dos manos lo tiré contra la ventana de mi casa. El plan no resultó, a pesar de la pesadez de la novela no pude ni si quiera quebrantar el vidrio. Nos quedamos viendo cómo los libros caían, algunos abierto justo en la mitad, otros completamente cerrado y dando con el dorso sobre algún otro, como queriendo golpear a una obra que la critica acusó de tener “poco valor literario”. Lo cierto es que en ese momento no importaba ninguna categoría que les otorgase relevancia artística por que cada uno de ellos eran lo mismo: una molestia. Irremediable para nosotros; sólo la naturaleza, en su momento, la haría sucumbir. Pero hubo tiempo para más, el diluvio duró más de cuarenta minutos, la calle quedó repleta de literatura. La municipalidad se encargaría de limpiar éste desastre mañana a primera hora, pensé mientras veía caer hojas sueltas que anunciaban una posible templanza. El extraterrestre tomó una al azar en el aire y se puso a leer en voz alta, levantando la vista cuando llegaba a los puntos seguidos para mirarme y asegurarse de que le estaba prestando atención:

-          “Así, a toda carrera, salimos de aquel sector. Y corriendo siempre atravesamos el de los silenciosos homofolias, que durante algunos minutos llovieron sobre nosotros como las hojas muertas de un árbol sacudido por otoñales vientos. El ansia de llegar a un espacio libre…”.

   Anocheció, pero todavía quedaba domingo por padecer. Las llaves de casa estaban inaccesibles, habría que zambullirse entre las pilas de libros para rescatarla; eso me deprimió, así que permanecí sentado con las piernas cruzadas junto al extraterrestre, que imitaba mi posición en el piso, esperando el lunes. Los árboles, ahora adornados sobre sus ramas por hojas que no les pertenecían, se balanceaban armoniosamente por un paciente viento que otorgaba un respirar cargado de aprensión. 

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