domingo, 29 de mayo de 2011

Capítulo 31

Donde el monstruo le contó de su viaje a Tasmania al fraile francés perdido en la ciudad de Airas



-          Todo fue desbastado, se ve que las bombas incendiaron gran parte de la flora de esa selva sureña. Ni te cuento de la fauna, creo que quedaron dos o tres bichos dando vueltas por ahí, por lo menos fue lo que alcance a ver en mi corta estadía. Éramos famosos por nuestra valentía, tanto fue así que nos llamaron el Escuadrón Suicida. Yo encabeza el grupo y mis cuatro compañeros seguían mis pasos ciegamente, ellos confiaban en mi intuición, y mi inteligencia, que para ese entonces era considerada una gran virtud inhumana por su ilimitada expansión. Como verá, el tiempo pasa y uno cambia, naturalmente. Pero allí nos encontrábamos, en una tierra desconocida arrasada por tropas chinas que habían pasado descargando su orgullo patriótico en forma de fuego. Algunos pocos pueblitos se salvaron de aquel terror, otro sufrieron daños irreparables. En fin, como le decía, nuestra misión era hacer renacer esas tierras, ir a plantar árboles allí donde todo era carbón, por ejemplo. Tuvimos que, con unas pocas palas y algunas bolsas de consorcio que nos facilitaron habitantes del lugar, juntar todos esos pedazos de cuerpos humanos y restos de animales casi putrefactos, lo mismo hicimos con esa fauna completamente carbonizada. Fue un trabajo arduo, tengo que admitirlo, pero peor fue lo que nos esperaba en la primera cena que tuvimos en uno de los pueblos más cercanos. Amigablemente, una familia nos invitó a comer a su casa una noche. Entramos en una cabañita muy precaria cuyo olor nunca olvidaremos, es el día de hoy que me acuerdo y…

El monstruo lanzo un vomito púrpura producto de aquel recuerdo y de su anterior indigestión facilitada por tres copos de azúcar del mismo color. Levantó la vista y vio que, sin querer, había ensuciado las botas del fraile cuyo rostro solo se desfiguró lo necesario para hacerle entender al monstruo aquella ridícula situación. Avergonzado éste se agachó y pasó a limpiarlas un poco con la manga del pulóver gris que llevaba puesto.

-          Perdón, no quería… le decía, el lugar era horrendo, realmente. Los miembros de la familia eran solo tres: un hombre barbudo y sucio, una mujer barbuda y sucia y un niño de apenas siete años, calculo, barbudo y sucio. La cordial bienvenida nos dejó tranquilos a pesar de lo odioso que nuestros ojos y narices podían percibir. Ni bien nos sentamos en la mesa salió la mujer de la cocina trayendo una olla enorme en sus manos, logrando un poco de equilibrio apoyandola en sus pechos y mojando sus barbas con el contenido torpemente. La apoyó en la mesa y empezó a servir. Qué buen momento, pensamos. Aquel rico aroma, y que dios me perdone, era realmente tentador. Todos devoramos esa especie de puchero; el hombre, la mujer y el niño terminaron sus platos mucho después que nosotros, se lo tomaron con más calma. Me llamó la atención que mientras comían recitaban una especie de oración, como si todo aquello fuera un rito religioso y nosotros estábamos siendo participes de ello. Fue por eso que mi inquietud me llevó a preguntarles de qué se trataba todo aquello, ya que las oraciones eran recitadas en un idioma que todos desconocíamos y que, claramente, no formaban parte de la comunicación cotidiana de esta gente. Así fue que el hombre, en un ingles-alemán muy entendible, nos dijo que estaban recitando La Oración de la Muerte dentro de la Vida. Por lo que entendimos habíamos formado parte de un ritual muy común en aquella región y le cito textual, tal cual lo leí, años después, en El Libro de la Muerte Viviente: “tras la muerte de un ser querido la carne de éste será cocida junto a papas y zanahorias y formará parte de un banquete donde los participes podrán ser tanto familiares como gente completamente extraña al grupo. Los familiares estarán obligados a comerlo rezando La Oración de la Muerte en la Vida de manera constante y repetitiva, aquellos extraños invitados podrán eludir ésta última e inútil tarea”[1]. Sí, nos comimos a sus dos hijas sin darnos cuenta. Aquellas pobres criaturitas habían sido tiroteadas por unos soldados chinos que deambulaban borrachos por el pueblo; al parecer, a manera de diversión, volaron de dos tiros sus pequeñas cabecitas. Y el padre no pudo hacer nada y los soldados huyeron. Y nosotros tras este relato vomitamos en cada rincón de la cabañita, pero la sensación que teníamos era que ellas estaban dentro nuestro. De ahí en más llevaría conmigo a aquellas muertas dentro de mi cuerpo, que permanecería allí no más de dos semanas más juntando los restos de la flora y la fauna del lugar. Ningún psicólogo te salva de esa, sabe. Bueno, esa es una, nos pasó de todo. Una vuelta estábamos tirando semillas para que crezca el pasto en esa exterminada y regenerada tierra cuando de pronto vemos que se aproxima un tipo, que a lo lejos habíamos deducido que se trataba de un chino. Este tenía una sola pata y se sostenía con una rama, no estaba armado. Dejamos que llegara a nosotros, ese inválido nada podía hacernos, pensamos. Sin embargo, éste, a solo cuatro metros de distancia, se quedó mirando fijo a mi compañero Marcos y empezó a levantar un brazo, de su puño cerrado comenzó a moverse el menique de manera independiente. Se movía con gran velocidad hasta que de a poco alentó su movimiento y permaneció erguido, señalando a Marcos, que parecía encontrarse poseído por aquella extraña coreografía, al parecer milenaria, realizada por el chino. El pequeño dedo había aumentado su tamaño y seguía creciendo, quisimos detenerlo pero no podíamos mover los pies del suelo, como si una fuerza proveniente de la mente del oriental impedía nuestra reacción corporal. Y el menique ya estaba a la altura de su índice y seguía creciendo, miré el cielo y lo vi teñirse de violeta a medida que la tensión ardía…

El fraile, con disgusto y un chasquido de dedos, interrumpió al monstruo diciendo:

-     Disculpá, migó. Yo soló queriá saberlo qué lugar es esté. Nada más.

A lo que el monstruo, con desgano y simpleza, contestó:

-     Ud., señor, está en Airas.


[1] Anónimo. El libro de la Muerte Viviente, en La Oración de la Muerte dentro en la Vida, Pasaje Sorofenoticlo 18B, Pág. 781.

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